15 marzo 2009

ADELANTO DE LA NOVELA "CARHUE" POR LEANDRO VESCO

EL DESCUBRIMIENTO DE LA FUENTE DE SODA

El teniente coronel Nicolás Levalle llegó a nuestra región después de ganar una batalla que muchos califican como la más cruenta entre una tropa argentina y otra indígena, la que fue librada el 6 de marzo de 1876 en las proximidades de las Salinas Grandes contra la indiada bravía que pugnaba por quedarse en estas tierras. La División Sud había salido de Blanca Grande hacía unas semanas y en el camino tuvieron que soportar infinidad de padecimientos y furtivos encuentros con los indios quienes le seguían la huella de cerca, robándole en una ocasión los alimentos y parte de las municiones. La situación no era del todo afortunada para los hombres de Levalle, pero este militar que había nacido en Italia allá por el 40 y que había estado en los duelos más encarnizados de la historia patría no se dejó amedrentrar y dio el ejemplo yendo siempre a la vanguardia preparado para pasar a degüello en cualquier momento. Levalle era la avanzada de nuestro ejército y de su suerte dependía gran parte del futuro de la nación que aún estaba en cotidiana lucha por sostener su frontera, aun estaban frescas en su carne las heridas de la batalla de Lomas Valentinas y en la del Sauce donde su vida corrió por vez primera real peligro. Su misión ahora era acorralar al hijo del gran Calfucurá y obligarlo para siempre a retirarse, y si tenía suerte, matarlo para que el problema se terminara de una buena vez. Allí estaban entonces, muertos de hambre, de sed y medio atontados por la inmensidad de la pampa, escribiendo un capitulo nuevo en la historia argentina. Corría el año 1876 y Levalle había sido protagonista de más de una docena de guerras en las que siempre se destacó por su valentía…
El encuentro se sucedió bajo un sol sofocante con la blancura de las Salinas como fondo. Hubo que lamentar muchos muertos. 400 indios nada más quedaron tendidos alcanzados por el sable nacional, y de nuestro lado, fueron varias las víctimas que terminaron sus vidas cuando la boleadora justificó su origen. Namuncurá sufrió en carne propia la fuerza del batallón de Levalle debiendo replegarse antes de que su vida corriera peligro. Recordó lo que su padre le había dicho, que no debía entregar Carhué y reconociendo que podía probar suerte una vez reorganizado, se fue más allá de las Salinas a sus tolderías con un puñado de sobrevivientes. Levalle tenía por costumbre perseguir al enemigo hasta destruirlo, pero esta vez, la situación era diferente. Lo que había venido a hacer, lo había hecho. Había llegado más allá de Carhué y ahora podía entregar a la nación todas esas leguas. Las órdenes de Alsina eran muy claras, debía encontrarse con el coronel Salvador Maldonado en el arroyo Pigüé. Pero cuando vio a sus hombres se dio cuenta que estaban al limite de sus fuerzas. Era prioritario conseguir alimentos y agua.
Habian hecho prisionero a un indio que más tarde sería cacique, Tripailao, fue él quien le dijo al coronel Levalle que cerca de Carhué había un lago con aguas milagrosas que los antiguos consideraban sagrado. Pero no podemos afirmar a ciencia cierta si realmente esto sucedió de verdad, lo que si es historia es que Levalle siente que la herida recibida tres años atrás en la batalla de Don Gonzalo se hacía sentir, flaqueandole las fuerzas. Carhué sonaba como el paraíso al que debían llegar, pero aún había que llegar a Carhué…
No había carne ni agua llegando a extremos inhumanos, la tropa debió asar unos perros cimarrones que merodeaban la triste caravana. Mientras tanto Levalle sacando fuerzas de donde no tenía, siguió dando el ejemplo, aunque algunos notaron su palidez en el rostro, era un hombre acostumbrado a las largas travesías y no iba a caer fácilmente. Ya había dejado atrás la guerra de la triple alianza, los combates en Paraná, el Diamante, la Paz en Entre Ríos bajo un calor insoportable, atrás había quedado también cuando tuvo el mando del Ejército del Oeste con el fin de sofocar a los rebeldes en Mercedes, Chivilcoy. Tantas, eran tantas las guerras es las que había participado, sus hombres lo veían y solamente seguían en pie porque nunca se permitía dar una señal de debilidad. Pero aquella travesía tras la caída del malón de Namuncurá lo dejó exhausto. Sabía, y esto era lo peor, sabía que por las venas de ese viejo zorro corría la sangre de la piedra azul, de Callfucurá, y tarde o temprano se verían las caras nuevamente. Pero el cansancio que sentía era nuevo, y no sólo él, la tropa tenía la sombra de la desgracia que sobrevolaba sus cabezas, sabía que un hombre mal alimentado no sólo era débil, sino desconfiado. Pasaron la noche dentro de las Salinas, y cuando amaneció, nada había cambiado, aunque Levalle no pudo levantarse y Udaondo se vio en la obligación de trasladarlo en la unica carreta que tenían. Aquel escenario era nuevo para los soldados y casi inaguantable para Levalle que siempre fue un hombre que se conoció por huir del reposo.
Cada tanto llamaba a su sargento y le pedía informes de la situación en la que se encontraba el batallón, y cada hora le pedía que fuera él mismo a echar un vistazo para ver si no había en las inmediaciones algún indio bombero. Levalle era conocido por no delegar jamás el mando y él debía o no aprobar hasta el modo de hablar de sus subordinados. Era muy observador, y sabía mucho y no tenía miedo, combinación que lo hacía un ser humano importante, y a pesar de su estatura mediana baja, enorme. Era tan grande su personalidad que generaba entre los suyos una sensación de imprescindibilidad cercana al ridículo, haciéndole sentir a la gente que no se podía hacer nada sin su autorización u opinión, o más lejos aún sin su presencia. López Lecubé cuenta una anécdota que pinta de cuerpo entero esta situación, el historiador nos dice que los soldados en época de calor, no cortaban las sandías sin antes mostrársela a Levalle, quien con su cuchillo les indicaba dónde hacer el corte calador; también es cierto que cuando los indios se acercaban hasta que él no lanzaba el primer grito, los demás no sabían siquiera como empuñar el pedazo de madera que tenían por rifle. Hombre completo en definitiva y criollo de pocas pulgas y principalmente, enemigo de los mañeros, y de los indisciplinados. En lo bajo se reconocía que era difícil saber qué era más jodido, o vivir en la pampa o estar bajo las ordenes de Levalle. Pero a la rudeza la equilibraba con una lealtad inmensa hacia sus soldados, su perro, y a la soda.
Podía sufrir cualquier privación pero la soda tenía que tenerla aunque tuviera que mandar a todo el batallón varias leguas para conseguir alguna garrafa del gaseoso liquido. Podía beberla a todo momento y en cualquier cantidad, pero cuando sabía que no tenía mucho, sólo le hacía falta tomarse una tacita a la hora de su siesta y acto seguido, eructar mirando el horizonte, esta ceremonia la hizo en todos los lugares en los que estuvo. Su conducta y su moral, se fortalecían tomando soda y a partir de allí caían luego a toda su humanidad, es decir, en un mundo en donde conseguir una garrafa de soda era muy difícil, y más en la indómita pampa, Nicolás Levalle sabía que eso era lo que necesitaba su alma para seguir cuidando su otro gran amor, la patria.
En aquellos días en que pretendemos insertarlo en nuestra historia, Levalle venía de mandar el 5to batallón que intervino en la sofocación del intento revolucionario del 74, organizando las tropas en Chivilcoy y Mercedes, mandando el llamado Ejército del Oeste que actuó en la batalla final en Junin, fue tan sobresaliente su actuación que ahí nomás sobre el campo de batalla fue ascendido a Coronel y nombrado Jefe de la frontera Sud con asiento en Blanca Grande. Con estos laureles la patria lo había necesitado nuevamente y acá estaba, victorioso pero medio muerto.
Según los archivos del ejército, mientras cruzaban las Salinas Grandes el tiempo les jugó una mala pasada, los agarró un chubasco infernal acompañado luego por un temporal de viento pampero helado; el batallón, en el medio del salitral, tuvo que taparse con lo que llevaban puestos y aguantar juntos el aguacero. Al amanecer, la lluvia había parado pero no así el frío, el frío que quema y llega hasta lo profundo del hueso, la sal pegada en la piel hacía insoportable la sed. Con las primeras luces violáceas del alba, todos miraron al jefe, pero no vieron lo que estaban acostumbrados a ver, es decir, en vez del hombre inmenso, vieron aparecer a un tipo flacucho y despeinado que decía zonceras, y muy a su pesar, tuvo que reconocer que sentía escalofríos y, aunque le costaba, tenía que lanzar débiles sollozos. El espectáculo no podía ser peor. Udaondo, su sargento fiel, lo ayudó a levantarse pero volvió a caer en el catre que habian puesto en la carreta y como pudo ordenó seguir viaje, al terminar de balbucear algunas palabras, le dió una orden:
-Necesito soda, urgente.
Pero Udaondo se quedó parado y mudo y sin saber cómo decirlo, lo encaró a su superior. Cómo decirle que hacía días que no había más soda, ni agua ni siquiera un pedazo de pan podrido. Cómo decirle lo que él ya sabía y que ahora por efecto de esta enfermdad que para muchos fue gualicho no recordaba. La noticia lo enfureció, y lo dijo para que todos los oyeran aunque su voz sonó tan débil.
-Hubiera preferido morir que quedarme sin soda. Marchemos igual, y guay el que chiste por el hambre. –al terminar de decir aquello, volvió a caer en un sueño molesto y la tropa siguió viaje por ese país blanco, sin ningún árbol a la vista, la monotonia de esta pampa de sal los volvía locos. Fue así que anduvieron por esa llanura salada y resbaladiza, y cuando por fin la superaron se encontraron en otra pampa, pero de pasto. Infinita. No sabían muy bien la posición y Levalle decía incongruencias así que Udaondo, confundido, ordenó seguir más o menos por donde a él le parecía que había venido. Levalle seguía pidendo soda, era lo único que hacía. El indio que habían agarrado prisionero le comunicó que él sabía el lugar donde se encontraba ese lago milagroso. Pero no era confiable su invitación, podría tratarse de una emboscada, y así como estaban no podrían defenderse, aunque algo en ese indio le llamó la atención, algo le hacía creer que no le estaba mintiendo. Mandó a llamar a Udaondo y le dijo por dónde tomarían para llegar cuanto antes a ese lago para sofocar la penosa situación en la que estaban. A las pocas leguas vieron el primer boulevard de eucaliptos, y hacía allí se dirigieron, haciéndole caso al indio Tripailao. Los soldados estaban nerviosos, y los pocos que tenían algunas balas, se ubicaron en sus puestos. Pasaban las horas y el lago no se veía, y Levalle dentro de esa carreta se volvía más vulnerable a ese patatus que lo volvía tan débil, lo único que repetía era: “Soda… soda...soda” Udaondo a medida que se acercaba el mediodía presentió algo, y el Coronel, tan mal como estaba, tenía los altos valores de la patria enquistados en su corazón y no iba a permitir que cayera ni un solo soldado más. Lo llamó a su sargento y le dijo que iban a continuar esa marcha pero que podria tratarse de una emboscada, y sino, cuanto menos, algunos indios podrían estar vagando por la zona. Era necesario mandar una avanzada y detenerse ellos hasta tanto no llegaran estos soldados con un reporte. Udaondo eligió a cuatro de los soldados que mejor aspecto tenían y les dijo que se fueran para ver qué pasaba más allá de aquellos árboles. A las cuatro horas volvieron, pero sólo dos. Y las noticias que traían eran buenas, a pesar de las bajas.
-El agua no es agua normal mi coronel… No pude hacer que vuelvan, se quedaron flotando, es cosa de no creer…
Levalle los oyó como si hablaran con eco. La fiebre le ardía la cabeza y a pesar de que oyó lo que suponía era algo ridículo, supo que la fiebre lo llevaba a la locura. Cerró los ojos y se cayó. No pudo controlar más esa horrible amenaza que nubló su alma ya cansada de estar en permanente campaña. Udaondo tomó el mando hasta que su superior despertara y siguió viaje hasta ese lugar maravilloso del que hablaba el soldado.
Levalle volvió a despertarse echado bajo un inmenso eucalipto alto como una montaña. Era un día soleado. La tropa estaba alrededor de él mirándolo, atentamente y algunos sonriendo. El sargento Udaondo, le preguntó si estaba bien, y le contestó que tenía mucha sed, que no aguantaba más la sed.
-Eso quería oír mi general. Necesitamos su opinión sobre un tema que es muy importante.
Levalle lo miró con extrañeza, había visto muchas veces dudar a Udaondo, pero jamás con esa picardía en la mirada. Algo estaba fuera de su control y eso lo enfureció. Se levantó y estaba a punto de sacar su rebenque cuando el sargento le trajo una taza. Era necesario un azote, pero antes tomaría algo. La tropa estaba muy relajada y él no sabía qué era lo que estaba pasando. ¿Dónde estaba el coronel Salvador Maldonado… porqué no estaban en la orilla del arroyo Pigüé como había ordenado Alsina?
-Conseguimos soda. Tome.
La noticia lo enfureció aún más. Cómo era que habían conseguido soda sin su autorización. Miró alrededor y toda la tropa lo miraba con esa misma duda, algo vaga y secreta, como si todos supieran algo que él desconocía. Agarró la taza y miró al fondo de la misma. Había soda, un poco sucia, pero soda burbujeante, y a su parecer, por demás burbujeante. Hacía meses que no veía tantas burbujas y tan bien compuestas. Esta soda era fresca, no había dudas. Bebió. Tragó. Udaondo lo miró. Levalle sintió que le volvía el alma al cuerpo, pidió más y le dieron, volvió a pedir, y nuevamente le llenaron la taza.
-¿Y, mi general, es rica?
Nicolas Levalle masticó otro sorbo de soda y lo eructó y miró el horizonte. Fue un eructo limpio, sano, purgatorio. No necesitó más tiempo para reconocer que era la soda más rica que había probado desde su infancia.
-Qué si es rica… es muy buena… dígamelo ya, ¿dónde consiguieron esta soda?
-De acá cerca.
-No ande con vueltas sargento sino quiere que lo cague a garrotazos.
Udaondo sintió la amenaza.
-Yo no sé si se acuerda de esa laguna que la patrulla divisó. –Levalle afirmó aunque no recordando nada.- Bueno, mi coronel, esta soda es de ahí.
-Explíquese mejor. ¿Cómo que es de ahí?
-Esa laguna no tiene agua mi coronel. Es una laguna de soda. De esa soda que tomó.
Nicolas Levalle se tapó la cara con la mano derecha, con la izquierda se apoyó en el tronco del eucalipto. Sintió que el sol se le venía encima. Las rodillas se le doblaron pero aguantó el vendaval. La felicidad le abrió la boca y le curvó los labios. Lanzó una carcajada ronca y al siguiente instante le habló al oído a Udaondo.
-Me cago sargento.

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