04 julio 2011



LA VIDA EN LA FRONTERA



El horizonte infinito y los cielos pampeanos eran un ambiente más de aquellos ranchos perdidos en la inmensidad de la frontera. Allá lejos y desamparados en una soledad absoluta estos gauchos y sus familias se aventuraron a una realidad desconocida y al amparo de la providencia, invadieron territorio indígena recién liberado por la fuerza nacional. La vida allí no fue fácil y las condiciones en las que estos hombres y mujeres tuvieron que vivir fue muy básica y primitiva, pero nunca infeliz. Según un viajero inglés que en 1819 pasó por nuestras pampas, advirtió que “es tal la suciedad de esta gente que ninguno de ellos ha pensado en lavarse la cara alguna vez y muy pocos lavan o componen sus ropas una vez que se las ponen” Se habrá sentido espantado este gringo al comprobar que recién a finales del siglo XIX en los almacenes rurales se comenzaron a vender artículos para higienizarse. La vida en la frontera tenía a tres protagonistas, el indio que había sido dueño de todo y poco a poco se fue quedando con nada y tratado como nada; el gaucho, hijo de esta tierra, acostumbrado a dormir a cielo abierto y a saborear la libertad, que tenía siempre una pésima relación con la ley, y luego el criollo. Los tres convivieron en la frontera, en las márgenes de nuestros campos, allí donde la ciudad era un mundo al que no se entraba jamás, y en los primeros tiempos ni siquiera el tren contenía con su estampido de hierro la rutina de plantarse bien para no salir volando por un rebencazo del pampero. Vemos entonces un conjunto de seres humanos que se animaron a la vida en los límites de un mapa siempre difuso y muy peligroso, donde la acechanza del malón siempre estaba latente.
Para hablar de la frontera tenemos que comenzar a desentrañar el origen de esta palabra y por qué se la usó. La frontera de la que hablamos es la frontera civil que surgió luego de los avances militares que dejaron al descubierto cientos de miles de leguas pasibles a ser habitadas, sin embargo durante mucho tiempo se debió convivir con los indios, el contacto entre estas culturas ocasionó una identidad que luego completó el ser argentino. Comencemos por explicar la raíz de esta historia. Allá por los finales del 1700 los indios vieron con preocupación que el ganado cimarrón, del que se abastecían para ir a venderlo a Chile, se agotó en el monte. Por una cuestión lógica, tuvieron que ir a buscar ganado en las estancias donde pastaban con tranquilidad. Esta expansión se dio de un modo natural y progresivo; esta incursión indígena fue el nacimiento de los primeros malones. Fue así cómo la frontera, ese impreciso y siempre vacilante ecuador pampeano, fue militarizado y de esta época datan los primeros fuertes y fortines. El cuerpo de blandengues fue el destinado a proteger a la frontera, los malones en 1751 eran moneda corriente y bajo la gobernación de José de Andonaegui se hablaba de los “grandes daños y perjuicios que hacían los indios infieles, hostilizando y matando en la frontera”, por esta razón se crean tres fuertes con sus respectivas compañías, los nombres de estas nos hablan de la razón por la que fueron hechas, y también de la necesidad de acabar con un problema que recién comenzaba y que vería su fin un siglo después cuando se emprende la conquista del desierto, el deseo de crear una nación fuerte y libre de amenazas inspiraron al cuerpo de blandengues, cuyo nombre se debe a que estos soldados blandieron sus lanzas a las autoridades que los habían creado, a la manera de los caballeros medievales este gesto simbolizó el compromiso y la entrega. Estuvieron destinados a tres puntos que en esos años eran los hitos más importantes a defender y que significaban la línea extrema que separaba la civilización del mundo salvaje. La compañía “Valerosa” en Mercedes, luego la “Invencible” en Salto y por ultimo el cuerpo de “Atrevidos” cercano a la laguna de Lobos y luego, por su naturaleza de vanguardia, pasó a llamarse “Conquistadora” Se sucedieron infinidad de acuerdos con los indios, pero siempre fracasaron. Cuando en 1810 la patria se independizó, una avanzada de estancieros se adentró en la línea de frontera. Los malones se volvieron comunes, con la llegada de Rosas hubo una época de relativa calma y con la caída de este en 1852, la incursión indígena se hizo más notable y sólo a finales del siglo XIX el problema, como dijimos, se acabó cuando el ejército de Adolfo Alsina y luego de Roca mandaron a los indios al otro mundo o sino a campos que no eran útiles. Las grandes estancias datan de estos años.
Cómo se vivía entonces en esa frontera en constante peligro. La vivienda más usual fue el rancho y la casa de adobe con techo de paja. Aunque el primero tuvo más relevancia. El rancho, su imagen es muy fuerte en nuestra historia, con su forma rectangular y el techo a dos aguas fue la morada por excelencia de los habitantes de la frontera, para su fabricación el gaucho buscaba la mejor madera, de ñandubay, con tientos mojados o cuero fresco se ataban los horcones y las tijeras, después la cumbrera y por último, las esquineras, la pared se levantaba de adobe crudo o cocido, muy pocos ranchos tenían ambientes a excepción de este único, y la cocina por lo general se hacía independiente a un costado, las puertas o separaciones se hacían de cuero, y la intimidad no existía en el rancho, el hacinamiento era usual. Por lo general había solo una ventana. La ramada fue muy común, se trataba de un ranchito más básico a cierta distancia del rancho, era refugio contra la lluvia y contención en los días calurosos. Allí se mateaba y se comía el asado.
Pero esta no era la única construcción; a mediados del siglo XIX aparecen en nuestra pampa las primeras casas con azotea, y en las estancias, podemos hallar casonas que no tenían nada que envidiarles a las de la ciudad, por ejemplo grandes estancieros como Féliz de Alzaga tenía en Bella Vista un verdadero palacio. Pero nosotros seguiremos con la hombre común, el chacarero que se le animaba a la soledad, allá en la frontera y que no pertenecía a la elite, sino que se trataba de un productor agropecuario que tenía que pelearla a diario con su familia, como sucede hoy día; el rancho campero contenía a estos visionarios, allí se desarrollaba la vida. El mobiliario era básico, por lo general las cabezas de vaca eran las que servían de asiento, pero sino había sillas de madera y paja, y no para todos los integrantes de la familia. Había una mesa, una olla, la pava y un asador, y a un costado un horno de barro donde se hacía el pan, un pan rústico y arenoso porque el trigo se trituraba en morteros. La práctica de dormir en el piso con la sola protección del poncho pampa fue usual hasta finales del siglo XIX. En algunos ranchos había catres y alguna que otra frazada para los días de frío. Los extranjeros que visitaron estos ranchos se quejaron de los bichos con los que había que convivir en la intimidad de estas paredes. ¿Cúal era la vestimenta más usada? Los pequeños y medianos estancieros apenas se diferenciaban de sus peones. Se usaban ponchos, calzones y se calzaba botas de potro. El poncho ya se usó en la pampa a principios del 1700 y venía a reemplazar a la capa española, y fue la prenda a la medida de la frontera. Había muchas variedades, el poncho pampa, el poncho de campo, el santiagueño, el de media labor, y el balandrán. El primero fue el más práctico, hecho de lana gruesa de ovejas pamperas. A fines del siglo XIX el poncho le dio una dura batalla a las confecciones que venían de Inglaterra y que por medio de la gruesa red de pulperías se vendían con la intención de renovar las prendas. Al gauchaje no le interesaban las prendas finas. La vida de campo requería de una tela viril, nuestro poncho. De los indios llegó el chiripá, y con la llegada de los inmigrantes, la bombacha. Ricos y pobres en el campo se diferenciaban por la cantidad y calidad de monedas que tenían en el cinto y el tirador, y en las espuelas. El sombrero fue un elemento que marcaba una diferencia social, los indios, no usaban, los peones y jornaleros, llevaban un pañuelo o sombreros de paja, los estancieros, gorras, algunas con vicera. Había alpargatas, y zapatos de tafilete, abotinados e ingleses y de cuero para los hombres y mujeres.
La alimentación no era muy variada, y dependía mucho si cerca del rancho había alguna pulpería. La carne asada fue el eje de la dieta, en segundo lugar, la carne ovina y se consumían aves de corral, gallinas. Las ensaladas de hortalizas y verduras impregnadas en aceite, fueron comunes. La sopa era habitual, al igual que el consumo de choclos, y los guisos, como el locro. Podemos advertir el consumo de arroz, fideos y aderezos como la pimienta, el orégano, el clavo de olor, el pimentón y el azafrán. La sal era uno de los más preciados tesoros, “el churrasco sino está saldado, es desabrido e indigesto” cuenta el comandante Prado. En la época de Rosas llega la fariña y fue muy usada, más que la harina de trigo. Los postres consistían en frutas de estación como la sandía y el melón, también se preparaban tortas y pasteles o los duraznos escabechados. Entre la población rural, las bebidas más consumidas eran el aguardiente, de caña de azúcar y de uva destilada, y el vino carlón, más tarde llegan la cerveza y la ginebra. El café se vendía molido, en rama o en grano, el té, en sus dos variedades, el perla y el negro. Pero había un elemento que representó la base de la vida en la frontera, la yerba. El mate unía la familia, al igual que el asado comunitario. Aquella era una vida en donde se compartía la vida y las rutinas eran suspendidas cada tanto con la aparición de una pava para cebar. Un pedazo de carne siempre estaba asándose y hombres y mujeres, amparados por el cielo azul y aquel horizonte infinito, soñaban con tener otra silla, otro plato, y tal vez, una puerta y si la cosecha era buena, anexar una habitación al rancho para poder tener un poco de intimidad. La frontera fue escenario de una vida básica, bella y fundacional.

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