La historia está
llena de hombres que han sobresalido por su valor. Haciendo enormes esfuerzos
por conquistar tierras, mares, tras un sueño han salido a la aventura sólo para
caminar aquellos lugares jamás caminados. Soportando toda clase de privaciones,
sin recursos ni herramientas más que su fuerza absoluta de superviviencia. Tal
es el caso de Gregorious Thelmako, un inglés que en el año 1816 quería probar
que podía encontrar una extraña flor en el centro geográfico del polo sur
terrestre. Viajó al Mar del Sur con William Dampier entre 1652 y 1715, en
reiterados viajes, pero cada uno de sus viajes fue teñido por la desgracia. A
pesar de que jamás pudieron llegar más lejos del llamado Puerto San Julián, en
uno de estos episodios, cuando estaban por fondear en este lugar, una de las
naves de la expedición se perdió dentro de un espeso banco de neblina por
espacio de tres días. En el barco iba Gregorious y durante este lapso, según la
crónica que relata un joven Jacob Roggeven, quien luego fuera el descubridor de
la Isla de Pascua, y que escribe en su diario que fueron arrastrados
misteriosamente por una fuerte corriente que los trasladó a una velocidad
increíble y que estuvieron en pocas horas en una tierra blanca en donde “no crecía vegetal alguno, el cielo estaba
cubierto de un interminable manto blanco, había montañas, y un infinito
horizonte, todo blanco… el frío era insoportable y todo este país estaba
sometido al más infernal de los vientos helados” Estas palabras han
generado una profunda controversia a lo largo de la historia, hay quienes
piensan que el barco fondeó en algún lugar que se supondría el continente
antártico, otros, que se trataba de las Islas Malvinas, aunque nada de esto se
puede dar por cierto, las conjeturas y las suposiciones invaden el relato de
Roggeven, quien a pesar de su juventud, se trató siempre de un marino con
grandes condiciones y mucha credibilidad. Pero lo más llamativo del relato es
cuando se refiere al descubrimiento que realizó Gregorious Thelmako. “Halló una planta que hacía sus raíces en
las heladas rocas de esta tierra, que daba una flor con pétalos de hielo de una
transparencia azulina. Thelmako le dio el nombre de Floris Incógnita” Sabemos
por el mismo aventurero holandés que introdujo un ejemplar de esta planta en un
recipiente de vidrio y gracias a la misma corriente, fueron devueltos a las
costas de San Julián, pero una vez en aquellas latitudes, al abrir el frasco,
sólo quedaba la roca y un tallo con su raíz en extremo debilitadas. Nadie jamás
volvió a hallar una Floris Incóngnita.
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